La
siempre exquisita gentileza y amabilidad de un amigo cubano enviándome
la copia íntegra de Sió, el último trabajo discográfico de Alejandro
Frómeta (a la sazón, su ex compañero en el extraordinario dúo
“Superávit”, de aquellos tumultuosos años de fines de los 80 en La
Habana, Cuba, antes del exilio de ambos en Madrid, como Vanito Brown,
Boris Larramendi, y varios otros, o Yusa en Argentina), además de
permitirme escucharlo y apreciarlo, dio pié en mí para una serie de
reflexiones que voy a reflejar en esta crónica.
En
primer lugar, es un trabajo fantástico: súper bien grabado, tocado,
cantado, arreglado, producido, todo perfecto, bah, con una atención al
detalle – a los pequeños detalles, debería decir-, que quien esto
escribe hace tiempo dejó de prestar. Y no es un juego de valores:
sencillamente, uno elige hacerlo de determinada forma. Y lo de Frómeta
va por ese lado. Puntilloso, trabajado, exquisito. Un concierto de
Frómeta en directo debe ser cosa seria.
Pero,
a la vez, y acá empiezan los peros para mí- y no se trata de un
problema de Alejandro, sino, sencillamente mío-: no le encuentro motivo a
hacer un disco hoy por hoy. Algunos me dirán que sí, que es una forma
de presentarse. Otros, de poder mostrar nuestro arte. Otros, que es el
único elemento de difusión que nos queda a los músicos independientes,
es decir, traduzco, los marginados por la industria. No conozco a nadie
que, pudiendo ser contratado por una discográfica internacional, elija
ser “independiente”, “indie”, como le dicen ahora.
Uno
es independiente porque ninguna compañía “major”, es decir,
establecida, le dio pelota. Pero, no jodas, siempre es mejor que te
contrate la Sony, por poner un ejemplo, te dé un anticipo de regalías a
cuenta de futuros discos, como para quedarte tranquilo con que no vas a
tener problemas para pagar la luz, el alquiler u otras cuestiones tan
elementales como comer, por ejemplo. O ir al dentista. Y que además te
pague los pasajes a vos y a tus músicos para ir a grabar a Los Ángeles o
a Londres, por ejemplo, y ya de paso hacemos turismo, queda claro. Y
que después, además de abundantes presentaciones de prensa y “show
cases” varios, te consiga reportajes en radio y televisión, en revistas
especializadas, en revistas del corazón, en donde sea. Y que además, por
supuesto, te alquile una sala para ensayar con tus músicos, y luego
abonen toda la producción de un concierto presentación de ese mismo puto
disco en una sala de la capital (pongamos Madrid, o Miami por caso, ya que todos los medios de prensa están allí),
y luego la posterior gira de conciertos, alquilándote, por decir algo,
20 salas en todo el territorio español, abundante cartelería
profesional, de esas tamaño paño, que se pegan en las paredes, etc.,
etc., etc.
Como
le dije cierta vez a otro conocido músico cubano, cuando estuve
cantando por allá, en marzo de 2009: “A mí trátame como un par, no me
jodás. Yo nunca tuve detrás una compañía multinacional, ni un gobierno,
ni un partido político difundiendo mis pedorras canciones. Así que, todo
bien, quien disfrutó o disfruta de eso, “¡chapeau”! Pero no me
subestimes. Que es muy fácil hablar por boca de ganso…”
Y
eso es lo que pienso de las producciones independientes que yo mismo a
veces hago – aunque ya lleve 16 años sin editar un disco “oficial”-: no
les veo sentido, ya no me ilusiona, ya no me interesan. Respeto a quien
las hace, claro está. Respeto a quien se paga sus pasajes, sus horas de
estudio, y se va a grabar a Nashville- caso Quique González, por
ejemplo-. Y luego se auto edita, pagándose también la edición de ese
disco, que, ahora sí, puede ser “distribuido” vía Pías Spain o quien
sea. Que no lo haga yo, no significa que no respete a quien sí lo hace.
Pero no estoy dispuesto a pagar otra vez por grabar un disco, y menos uno mío.
Esto
no quiere decir, tampoco, y me gustaría aclararlo, aunque suene
redundante, que además de respetarlo, también pueda valorarlo y
disfrutarlo, como disfruto ahora mismo del disco de Alejandro (este
músico impresionante), mientras escribo estas líneas, o cualquier otro
disco de cualquier otro cantautor, o como sea que le definan - algunos
muy conocidos-, que a veces con toda amabilidad me regalan sus trabajos.
Los
escucho, los disfruto, y me embronco muchas veces: ¡Cuánto talento
desperdigado! ¡Cuánta gente apasionada haciendo cosas bellas y
disfrutables! Cosas que, indudablemente, hacen la vida de algunas
personas más llevadera. Que el mundo es mucho más bonito con canciones.
Que sí. Que todo eso es verdad. Que el mundo sería mucho más triste sin
bellas canciones.
Es
sólo que a mí me duele. Me duele la apatía hacia trabajos talentosos y
bellísimos como el disco de Alejandro, como las cosas bellísimas que
escuché de “Superávit”, cuando tocaban juntos. Me duele la indiferencia
de la gente. La mala leche de algunos. La imbécil posición de otros de
decir “¿por qué voy a pagar para verte, si no te conoce nadie…?”
Lo siento, es más fuerte que yo. Con eso no puedo.
Será
porque, a 30 años de haber dejado mi casa, mi ciudad, mi familia, mis
amigos –como también tuvieron que hacer Alejandro o Boris, o tantos
otros-, aún sigo intentándolo, y tratando de malvivir de la música,
aunque muchas veces no tenga ni para pagar el alquiler.
Pero es la vida que elegí, no voy a quejarme a estas alturas.
Consejo
final: cuando tengan la posibilidad de ver en directo a una Yusa, a un
Alejandro Frómeta, a un Boris Larramendi, a un Vanito Brown, a un
Gerardo Pablo, a un Alejandro Santiago, a un Jorge Schellemberg, a un
Rafael Amor, a tantos otros, dadle la oportunidad: paguen una entrada y
siéntense a escucharlos. No se van a arrepentir.
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